lunes, 11 de junio de 2012

Espiritualidad del Sagrado Corazón de Jesús

Fundamentos bíblicos para una autentica espiritualidad del "Sagrado Corazón de Jesús"

Card. Albert Vanhoye, S. J.

Antes de cualquier otra consideración, es importante tomar conciencia de que la espiritualidad del corazón de Jesús tiene bases bíblicas sólidas y profundas. Es necesario orientar bien esta espiritualidad y vivirla plenamente.

Desde el “les dará un corazón nuevo” de Ezequiel, al “aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” de Mateo, toda una veta bíblica privilegia el corazón. De aquí arranca la devoción al sagrado corazón; tal vez en el pasado, fue demasiado “piadosa”, un poco olvidada después del concilio”. ¿Hay lugar para una espiritualidad profunda, con nuevas expresiones? Podría parecer, a primera vista, que la espiritualidad del sagrado corazón no tiene muchas bases bíblicas, pues, en toda la Biblia, hay un solo texto que habla explícitamente del corazón de Jesús, la base del evangelio de Mateo en el que Jesús declara: “soy manso y humilde de corazón” (Mt. 11, 29). Sin embargo, hemos de reconocer que esta frase tiene suma importancia, porque es una autodefinición del mismo Jesús y se encuentra en un contexto de revelación doble: por una parte la revelación de la relación única del Hijo con el Padre (Mt. 11, 27) y por otra, la revelación del amor misterioso de Jesús a todas las personas cansadas y oprimidas (Mt. 11, 28).

Referencias múltiples

A pesar de las apariencias, esta frase de ninguna manera está aislada en los evangelios ni carece de raíces en el Antiguo Testamento. Los evangelios, de hecho, nos revelan de muchas maneras los sentimientos del corazón de Jesús, corazón filial y fraterno. El corazón de Jesús está lleno de amor filial hacia el Padre. Jesús tiene conciencia de ser amado por el Padre: “El padre ama al hijo y le ha puesto todo en sus manos” (Jn. 3, 35; 5, 20; 15, 9); a este amor del Padre, expresado en tantos dones, el corazón de Jesús responde con un amor agradecido, dando gracias al Padre. Lo vemos darle gracias antes de la multiplicación de los panes (Mt. 15, 36; Mc. 8, 6; Jn. 6, 11), antes de la resurrección de Lázaro (Jn. 11, 41) y en la Última cena (Mt. 26, 26-27); frecuentemente sus palabras expresan el amor agradecido de su corazón (Jn. 5, 19-23, 26-27). Al amor del Padre, el corazón de Jesús responde también con un amor generoso, una adhesión perfecta a su voluntad, luciendo siempre la gloria del Padre. Jesús declara: “no he bajado del cielo para hacer mi voluntad, sino la voluntad de Aquel que me ha enviado” (Jn. 6, 38).

Su corazón mantiene decididamente esta orientación de amor filial durante su agonía, mientras le dice al Padre: “Que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc. 22, 42). Antes había dicho: “Es necesario que el mundo sepa que yo amo al Padre y hago lo que mi Padre me ha ordenado” (Jn. 14, 31). En un momento de angustia ante el pensamiento de la cercanía de su pasión, en lugar de decir: “Padre, sálvame de esta hora”, dijo generosamente: “Padre, glorifica tu nombre” (Jn. 12, 27-28).

Especialmente por las necesidades

Por otra parte, Jesús acogía en su corazón la infinita misericordia del Padre y la derramaba sobre todas las personas que encontraba, especialmente las personas más necesitadas, enfermas, pobres, pecadoras. Repetía la palabra de Dios referida por el profeta Oseas: “Misericordia quiero, no sacrificios” (Os. 6, 6; Mt. 9, 13; 12, 7). Los evangelios sinópticos caracterizan la actitud del corazón de Jesús con un verbo derivado de la palabra griega que significa “entrañas”, un verbo que expresa, pues, una emoción visceral: mis entrañas se conmueven. Nosotros decimos: mi corazón se conmueve.

“Se le acercó a Jesús un leproso que le suplicaba […]. su corazón se conmovió, extendió la mano, lo tocó y le dijo: ‘sí quiero, queda limpio’. Y enseguida se le quitó la lepra” (Mc. 1, 40-42). “viendo a la viuda de Naím que iba en el cortejo fúnebre a enterrar a su hijo único, el señor se conmovió y le dijo: ‘no llores’ y le devolvió a su hijo” (Lc. 7, 12-15). “Dos ciegos oyeron que pasaba Jesús y se pusieron a gritar: ‘señor, ten piedad de nosotros’ […]. El corazón de Jesús se conmovió, les tocó los ojos y enseguida recuperaron la vista” (Mt. 20, 30-34). En muchas otras partes del evangelio se afirma que el corazón de Jesús se conmovía viendo las muchedumbres (Mt. 9, 36; 14, 14; 15 ,32; Mc. 6, 34; 8, 2). “Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban cansados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor” (Mt. 9, 36).

Entonces Jesús interviene generosamente: “se puso a enseñarles muchas cosas” (Mc. 6, 34); “curó enfermos” (Mt. 14, 14); multiplicó los panes (Mt. 14, 15-21); envió a misión a los apóstoles (Mt. 9, 36; 10,1); todas estas intervenciones son expresiones de la entraña misericordiosa de Jesús, de la misericordia de su corazón.

La carta a los Hebreos nos revela que, a través de la pasión, el corazón de Jesús ha adquirido una misericordia incluso más grande. Jesús se ha vuelto “sumo sacerdote misericordioso; por haber sufrido personalmente, cuando fue sometido a la prueba, él ahora es capaz de venir en ayuda de aquellos que son probados” (Heb. 2, 17-18).

En el evangelio de Juan, el episodio del costado rasgado nos comunica una revelación semejante; revela, pues, el efecto de la pasión del corazón de Jesús, diciendo que cuando “uno de los soldados le dio una lanzada, en seguida le salió del costado sangre y agua” (Jn. 19, 34). La sangre expresa que el corazón de Jesús llegó hasta las posibilidades extremas del amor: “el buen pastor dio su vida por las ovejas” (Jn. 10, 11,16), “no existe amor más grande que éste” (15, 13).

El agua expresa que, por medio de este amor extremo, el corazón de huesas se ha convertido en manantial del Espíritu para todos los creyentes; el evangelista ya había anunciado esto con la invitación de Jesús: “Quien tenga sed que venga a mí y beba” se refiere “al Espíritu santo que habían de recibir los que creyeran en él; de hecho, todavía no estaba el Espíritu, pues Jesús todavía no había sido glorificado” (Jn. 7, 37-39). El episodio del costado perforado da gloria a Jesús, manifestando así la fecundidad de su pasión, fecundidad que proviene del amor generosísimo de su corazón.

Ya en el Antiguo Testamento

El Antiguo Testamento había preparado, de muchas maneras, esta revelación. Ante todo, a través de su insistencia acerca del corazón. A Samuel, Dios le dice: “el hombre mira las apariencias, el señor mira el corazón” (1sam 16, 7). El primer mandamiento pide que amemos a Dios “con todo el corazón” (Dt. 6, 5; Mt. 22, 37), pero desgraciadamente Dios tiene que constatar: “Este pueblo […] me honra con los labios, mientras que su corazón está lejos de mí” (Is. 29, 13; Mt. 15, 8); “son un pueblo de corazón extraviado, no conocen mis caminos” (Sal. 95, 10; Heb. 3, 10).

Cada miembro del pueblo pecador debía, pues, suplicar a Dios, diciendo: “crea en mí, oh Dios, un corazón puro” (Sal. 51, 12) y añadir: “no me quites tu Espíritu santo” (v. 13). De hecho, según la Biblia, el Espíritu santo se recibe en el corazón. Para poder recibirlo, es indispensable tener un corazón puro. En su gran misericordia, Dios prometió que vendría a satisfacer esta necesidad. En un primer paso, anuncia que escribirá su ley en los corazones. La ley grabada en piedra, la ley del Sinaí se reveló ineficaz. Era necesaria la intervención de Dios en los corazones, para hacerlos dóciles, deseosos de cumplir con amor su voluntad.

El don de la “Nueva Alianza” consistirá precisamente en eso. Dios promete: “Ésta será la alianza que yo, pacte con la casa de Israel, después de aquellos días, —oráculo del señor— : pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré” (Jr. 31, 33; Heb. 8, 10). Más tarde, la generosidad de Dios se manifiesta con una promesa todavía más hermosa, un don más pleno, el don de un corazón completamente nuevo, en el cual puede habitar el Espíritu santo. Dice Dios: “Les daré un corazón nuevo, infundiré mi espíritu en ustedes” (Ez. 36, 26-27).

Estas estupendas promesas divinas se han cumplido por medio de la pasión de Cristo. De hecho, la carta a los Hebreos nos dice que Cristo “aprendió con sus sufrimientos a obedecer”, lo que significa que por medio de la pasión, la ley de Dios ha sido escrita de una manera nueva en el corazón humano de Cristo, “se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Fip. 2, 8). Así se cumplió la profecía de Jeremías.

Asimismo, también lo anunciado por Ezequiel se ha cumplido, pues en la resurrección, lograda a través de la pasión, Cristo posee verdaderamente un corazón nuevo, lleno del Espíritu santo, y en la Eucaristía, él deposita en nosotros su corazón nuevo, que nos comunica al Espíritu santo, el cual nos llena de amor filial hacia el Padre, “Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!” (Gál. 4, 6). Y de amor fraterno para todos nuestros hermanos y hermanas (Gál. 5, 22; 1Tes. 4, 9-10; 1Pe. 1, 22).

Concluimos, pues, que las bases bíblicas de la espiritualidad del sagrado corazón de Jesús son verdaderamente sólidas y profundas. Es muy importante ser más conscientes de esto para orientar bien esta espiritualidad y, sobre todo, vivirla plenamente.

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El cardenal Albert Vanhoye, S. J., es doctor en Ciencias bíblicas. Desde el año 1963 ha sido profesor de Exégesis del Nuevo Testamento en el Instituto Bíblico de Roma, del cual fue rector (1984-1990). Asimismo, ha sido miembro de la Pontificia Comisión Bíblica (1984-2001) y dirigió sus trabajos desde 1990 a 2001. Ha publicado numerosos artículos y libros de exégesis científica, así como de espiritualidad. En 2006, Benedicto XVI lo creó cardenal de la Iglesia católica. En 2008 dio los ejercicios espirituales a Benedicto XVI y a la curia romana.

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