Fundamentos bíblicos para una autentica espiritualidad del "Sagrado Corazón de Jesús"
Card. Albert Vanhoye, S. J.
Antes de
cualquier otra consideración, es importante tomar conciencia de que la
espiritualidad del corazón de Jesús tiene bases bíblicas sólidas y profundas.
Es necesario orientar bien esta espiritualidad y vivirla plenamente.
Desde
el “les dará un corazón nuevo” de
Ezequiel, al “aprended de mí que soy
manso y humilde de corazón” de Mateo, toda una veta bíblica privilegia el
corazón. De aquí arranca la devoción al sagrado corazón; tal vez en el pasado,
fue demasiado “piadosa”, un poco olvidada después del concilio”. ¿Hay lugar
para una espiritualidad profunda, con nuevas expresiones? Podría parecer, a
primera vista, que la espiritualidad del sagrado corazón no tiene muchas bases
bíblicas, pues, en toda la Biblia, hay un solo texto que habla explícitamente
del corazón de Jesús, la base del evangelio de Mateo en el que Jesús declara: “soy manso y humilde de corazón” (Mt.
11, 29). Sin embargo, hemos de reconocer que esta frase tiene suma importancia,
porque es una autodefinición del mismo Jesús y se encuentra en un contexto de
revelación doble: por una parte la revelación de la relación única del Hijo con
el Padre (Mt. 11, 27) y por otra, la revelación del amor misterioso de Jesús a
todas las personas cansadas y oprimidas (Mt. 11, 28).
Referencias
múltiples
A
pesar de las apariencias, esta frase de ninguna manera está aislada en los
evangelios ni carece de raíces en el Antiguo Testamento. Los evangelios, de
hecho, nos revelan de muchas maneras los sentimientos del corazón de Jesús,
corazón filial y fraterno. El corazón de Jesús está lleno de amor filial hacia
el Padre. Jesús tiene conciencia de ser amado por el Padre: “El padre ama al hijo y le ha puesto todo en
sus manos” (Jn. 3, 35; 5, 20; 15, 9); a este amor del Padre, expresado en
tantos dones, el corazón de Jesús responde con un amor agradecido, dando
gracias al Padre. Lo vemos darle gracias antes de la multiplicación de los
panes (Mt. 15, 36; Mc. 8, 6; Jn. 6, 11), antes de la resurrección de Lázaro (Jn.
11, 41) y en la Última cena (Mt. 26, 26-27); frecuentemente sus palabras
expresan el amor agradecido de su corazón (Jn. 5, 19-23, 26-27). Al amor del
Padre, el corazón de Jesús responde también con un amor generoso, una adhesión
perfecta a su voluntad, luciendo siempre la gloria del Padre. Jesús declara: “no he bajado del cielo para hacer mi
voluntad, sino la voluntad de Aquel que me ha enviado” (Jn. 6, 38).
Su
corazón mantiene decididamente esta orientación de amor filial durante su
agonía, mientras le dice al Padre: “Que
no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc. 22, 42). Antes había dicho: “Es necesario que el mundo sepa que yo amo
al Padre y hago lo que mi Padre me ha ordenado” (Jn. 14, 31). En un momento
de angustia ante el pensamiento de la cercanía de su pasión, en lugar de decir:
“Padre, sálvame de esta hora”, dijo
generosamente: “Padre, glorifica tu
nombre” (Jn. 12, 27-28).
Especialmente
por las necesidades
Por
otra parte, Jesús acogía en su corazón la infinita misericordia del Padre y la
derramaba sobre todas las personas que encontraba, especialmente las personas
más necesitadas, enfermas, pobres, pecadoras. Repetía la palabra de Dios
referida por el profeta Oseas: “Misericordia
quiero, no sacrificios” (Os. 6, 6; Mt. 9, 13; 12, 7). Los evangelios
sinópticos caracterizan la actitud del corazón de Jesús con un verbo derivado
de la palabra griega que significa “entrañas”, un verbo que expresa, pues, una
emoción visceral: mis entrañas se conmueven. Nosotros decimos: mi corazón se
conmueve.
“Se le acercó a
Jesús un leproso que le suplicaba […]. su corazón se conmovió, extendió la
mano, lo tocó y le dijo: ‘sí quiero, queda limpio’. Y enseguida se le quitó la
lepra”
(Mc. 1, 40-42). “viendo a la viuda de
Naím que iba en el cortejo fúnebre a enterrar a su hijo único, el señor se
conmovió y le dijo: ‘no llores’ y le devolvió a su hijo” (Lc. 7, 12-15). “Dos ciegos oyeron que pasaba Jesús y se
pusieron a gritar: ‘señor, ten piedad de nosotros’ […]. El corazón de Jesús se
conmovió, les tocó los ojos y enseguida recuperaron la vista” (Mt. 20, 30-34).
En muchas otras partes del evangelio se afirma que el corazón de Jesús se
conmovía viendo las muchedumbres (Mt. 9, 36; 14, 14; 15 ,32; Mc. 6, 34; 8, 2). “Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión
de ella, porque estaban cansados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor”
(Mt. 9, 36).
Entonces
Jesús interviene generosamente: “se puso
a enseñarles muchas cosas” (Mc. 6, 34); “curó
enfermos” (Mt. 14, 14); multiplicó los panes (Mt. 14, 15-21); envió a
misión a los apóstoles (Mt. 9, 36; 10,1); todas estas intervenciones son
expresiones de la entraña misericordiosa de Jesús, de la misericordia de su
corazón.
La
carta a los Hebreos nos revela que, a través de la pasión, el corazón de Jesús
ha adquirido una misericordia incluso más grande. Jesús se ha vuelto “sumo
sacerdote misericordioso; por haber sufrido personalmente, cuando fue sometido
a la prueba, él ahora es capaz de venir en ayuda de aquellos que son probados”
(Heb. 2, 17-18).
En
el evangelio de Juan, el episodio del costado rasgado nos comunica una
revelación semejante; revela, pues, el efecto de la pasión del corazón de
Jesús, diciendo que cuando “uno de los soldados
le dio una lanzada, en seguida le salió del costado sangre y agua” (Jn. 19,
34). La sangre expresa que el corazón de Jesús llegó hasta las posibilidades
extremas del amor: “el buen pastor dio su
vida por las ovejas” (Jn. 10, 11,16), “no
existe amor más grande que éste” (15, 13).
El
agua expresa que, por medio de este amor extremo, el corazón de huesas se ha
convertido en manantial del Espíritu para todos los creyentes; el evangelista
ya había anunciado esto con la invitación de Jesús: “Quien tenga sed que venga a mí y beba” se refiere “al Espíritu santo que habían de recibir los
que creyeran en él; de hecho, todavía no estaba el Espíritu, pues Jesús todavía
no había sido glorificado” (Jn. 7, 37-39). El episodio del costado
perforado da gloria a Jesús, manifestando así la fecundidad de su pasión,
fecundidad que proviene del amor generosísimo de su corazón.
Ya en el Antiguo
Testamento
El
Antiguo Testamento había preparado, de muchas maneras, esta revelación. Ante
todo, a través de su insistencia acerca del corazón. A Samuel, Dios le dice: “el hombre mira las apariencias, el señor
mira el corazón” (1sam 16, 7). El primer mandamiento pide que amemos a Dios
“con todo el corazón” (Dt. 6, 5; Mt.
22, 37), pero desgraciadamente Dios tiene que constatar: “Este pueblo […] me honra con los labios, mientras que su corazón está
lejos de mí” (Is. 29, 13; Mt. 15, 8); “son
un pueblo de corazón extraviado, no conocen mis caminos” (Sal. 95, 10; Heb.
3, 10).
Cada
miembro del pueblo pecador debía, pues, suplicar a Dios, diciendo: “crea en mí, oh Dios, un corazón puro” (Sal.
51, 12) y añadir: “no me quites tu
Espíritu santo” (v. 13). De hecho, según la Biblia, el Espíritu santo se
recibe en el corazón. Para poder recibirlo, es indispensable tener un corazón
puro. En su gran misericordia, Dios prometió que vendría a satisfacer esta
necesidad. En un primer paso, anuncia que escribirá su ley en los corazones. La
ley grabada en piedra, la ley del Sinaí se reveló ineficaz. Era necesaria la
intervención de Dios en los corazones, para hacerlos dóciles, deseosos de
cumplir con amor su voluntad.
El
don de la “Nueva Alianza” consistirá precisamente en eso. Dios promete: “Ésta será la alianza que yo, pacte con la
casa de Israel, después de aquellos días, —oráculo del señor— : pondré mi ley
en su interior y sobre sus corazones la escribiré” (Jr. 31, 33; Heb. 8, 10).
Más tarde, la generosidad de Dios se manifiesta con una promesa todavía más
hermosa, un don más pleno, el don de un corazón completamente nuevo, en el cual
puede habitar el Espíritu santo. Dice Dios: “Les
daré un corazón nuevo, infundiré mi espíritu en ustedes” (Ez. 36, 26-27).
Estas
estupendas promesas divinas se han cumplido por medio de la pasión de Cristo.
De hecho, la carta a los Hebreos nos dice que Cristo “aprendió con sus sufrimientos a obedecer”, lo que significa que
por medio de la pasión, la ley de Dios ha sido escrita de una manera nueva en
el corazón humano de Cristo, “se hizo
obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Fip. 2, 8). Así se cumplió la
profecía de Jeremías.
Asimismo,
también lo anunciado por Ezequiel se ha cumplido, pues en la resurrección,
lograda a través de la pasión, Cristo posee verdaderamente un corazón nuevo,
lleno del Espíritu santo, y en la Eucaristía, él deposita en nosotros su
corazón nuevo, que nos comunica al Espíritu santo, el cual nos llena de amor
filial hacia el Padre, “Dios envió a
nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre!” (Gál.
4, 6). Y de amor fraterno para todos nuestros hermanos y hermanas (Gál. 5, 22;
1Tes. 4, 9-10; 1Pe. 1, 22).
Concluimos,
pues, que las bases bíblicas de la espiritualidad del sagrado corazón de Jesús
son verdaderamente sólidas y profundas. Es muy importante ser más conscientes
de esto para orientar bien esta espiritualidad y, sobre todo, vivirla
plenamente.
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El
cardenal Albert Vanhoye, S. J., es doctor en Ciencias bíblicas. Desde el año
1963 ha sido profesor de Exégesis del Nuevo Testamento en el Instituto Bíblico
de Roma, del cual fue rector (1984-1990). Asimismo, ha sido miembro de la
Pontificia Comisión Bíblica (1984-2001) y dirigió sus trabajos desde 1990 a
2001. Ha publicado numerosos artículos y libros de exégesis científica, así
como de espiritualidad. En 2006, Benedicto XVI lo creó cardenal de la Iglesia
católica. En 2008 dio los ejercicios espirituales a Benedicto XVI y a la curia
romana.